Paulina es una joven abogada que regresa a su ciudad para dedicarse a
labores sociales. Trabaja en un programa de defensa de los derechos
humanos en zonas humildes de la periferia de la ciudad. Tras la segunda
semana de trabajo, es interceptada y atacada por una patota. Remake del
clásico del cine argentino del mismo nombre, que en 1961 dirigió Daniel
Tinayre, con Mirtha Legrand como protagonista.
MI OPI: Veamos. La chica es abogada. Parece ser que tiene buenas cualidades y
además su padre es juez, por lo que su futuro tiene muy buena pinta.
Pero a ella no le interesa eso, y prefiere trabajar con chicos
probemáticos en zonas marginales. Hasta ahí cuesta un poco entenderlo
pero vale, puede ser. Como no podía ser de otra manera, los chicos responden al intento de
ayuda de la guapa profesora con una violación nocturna en un camino
rural. Y ella reacciona ante ese episodio como si hubiera sido una
simple contrariedad, como quien tropieza y sigue caminando. No quiere
que castiguen a quienes la han violado, pretende hablar con ellos
normalmente, quiere seguir dando clases, y, caso de quedarse embarazada
como consecuencia de la violación, querría tener el niño. Claro, ante ese disparatado “buenismo”, el padre se sube por las
paredes, y todos los que estamos en las butacas nos identificamos con
él. Lo peor es que todo este sinsentido queda flotando en el aire sin que
uno sepa qué pasa. Paulina no explica nada. “Es cosa mía. Hay que estar
en mi lugar para entenderlo”, repite, y de ahí no hay quien la saque. Si
hubiera sido una beata que buscara el sacrificio en la Tierra para
llegar a Dios, tendría sentido, pero no. No se explica el comportamiento
de Paulina, y al no entenderlo no hay una conexión emocional entre el
público y la protagonista, con lo que la película queda desangelada y no
deja huella. Porque para que una película te deje poso, tiene que
conectar con tu alma, y esta no tiene un hueco donde meter el enchufe.
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